La debilidad de la autoridad estatal, el fácil acceso a las armas de fuego y la indiferencia hacia los mecanismos de resolución de conflictos han garantizado que sean los grupos militantes, y no los Estados, los agentes de imposición predominantes en diversos sectores de la región del Sahel. Para encontrar una solución viable, es necesaria la cooperación de las partes implicadas. Pero la pregunta sigue siendo: ¿será suficiente para llevar la paz y la prosperidad a una de las regiones más pobres y con la población más vulnerable de África?
Michael Asiedu
7 July 2023
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Según los principales medios de comunicación, el cambio climático está causando estragos inimaginables en la región del Sahel, y los términos «guerras climáticas» y «guerras medioambientales» se están haciendo omnipresentes. Si bien se reconoce que los conflictos pueden exacerbarse, y de hecho se han exacerbado, por las duras condiciones climáticas del Sahel, hay pruebas que sugieren que la seguridad, y no el cambio climático, es la preocupación predominante de la región.
La región del Sahel, que abarca numerosos países como Burkina Faso, Camerún, Chad, Gambia, Guinea, Mauritania, Malí, Níger, Nigeria y Senegal, alberga una mezcla de regímenes autoritarios, diversas facciones militantes o armadas, así como insurgencias yihadistas. Los principales dirigentes de la región ya han sufrido múltiples golpes de Estado desde 2020: dos en Burkina Faso y Malí, uno en Chad y otro en la vecina Guinea.
Según Alexander Clarkson, investigador del Kings College de Londres, los grupos insurgentes islamistas de Malí ya están formando gobiernos en la sombra. Los informes de Human Rights Watch y del Comité Internacional de Rescate también sugieren que los grupos armados controlan alrededor del 40% de Burkina Faso. Cientos de civiles y militares han muerto en Chad y Níger por atentados terroristas. En 2022, más de 6.000 personas huyeron de sus hogares en Gambia y Senegal debido a los enfrentamientos entre soldados senegaleses y separatistas en la región fronteriza de Casamance. Nigeria lucha contra una facción islamista militante llamada Boko Haram en su región septentrional, una amenaza para la seguridad que trasciende su frontera oriental y se extiende a países como Camerún, Chad y Níger. Las cifras del Proyecto de Datos sobre Localización y Sucesos de Conflictos Armados (ACLED, por sus siglas en inglés) demuestran un aumento del 200% de la violencia desde 2020 en la región, con más de 4,5 millones de desplazamientos forzosos.
Este es el panorama actual de la seguridad en el Sahel y el futuro no parece prometedor. La situación se ve agravada por la variedad de grupos yihadistas que se transforman casi semanalmente, como Ansar Dine, el Movimiento Nacional para la Liberación de Azawad (MNLA), el Movimiento para la Unificación y la Yihad en África Occidental (MUJAO) y el Estado Islámico en el Gran Sáhara, que controlan diversas zonas del Sahel, desde el centro de Malí hasta Grand Bassam, en Costa de Marfil. Por lo tanto, no es de extrañar que los países de esta región ocupen un lugar destacado en el índice «World’s most neglected displacement crisis» del Consejo Noruego para los Refugiados.
Según el informe de 2018 «Mapping Militant Organizations» del Stanford Center for International Security and Cooperation, estos grupos y sus numerosas ramificaciones tienden a afiliarse a Al Qaeda y al ISIL/ISIS. Su objetivo es instaurar la sharia en sus zonas de actuación. Su principal fuente de reclutamiento han sido los grupos que se sienten marginados políticamente en la región. Entre ellos se encuentran principalmente grupos nómadas como los tuareg, los fulani, los tubu, los dossaak y los zerma. Estos mismos grupos étnicos están en el centro de los conflictos entre agricultores y pastores de la región. Las disputas entre agricultores y pastores a menudo giran en torno al uso de la tierra (pastoreo frente a cultivo) y el acceso al agua, por lo que se ven agravadas aún más por las duras condiciones climáticas descritas en el Informe «Sahel Predictive Analytics» de las Naciones Unidas de 2022.
La mitigación contra condiciones climáticas de esta gravedad requiere un plan centrado y global. Sin embargo, dicho plan será insostenible si no se aborda simultáneamente la situación de la seguridad en el Sahel.
La combinación de una autoridad estatal frágil, el acceso a las armas de fuego y el desprecio por los mecanismos de resolución de disputas ha convertido a los yihadistas, y no al personal de la autoridad estatal, en los agentes encargados de hacer cumplir la ley en diversos sectores de la región. Debido a la falta de recursos y de personal de seguridad gubernamental, en las remotas regiones fronterizas de Malí, Nigeria y Burkina Faso ha intervenido el Estado Islámico en el Gran Sáhara. Según el informe 2023 de la Iniciativa Global contra el Crimen Organizado Transnacional, han asumido el papel de resolución de conflictos entre pastores y agricultores sobre robos de ganado, uso de la tierra y destrucción de cultivos por el ganado. Una situación así deja mucho que desear, porque sin un sello uniforme de autoridad, la maquinaria estatal queda inutilizada.
Los cambios de poder yihadista en el Sahel se ven agravados por la incapacidad de las potencias extranjeras con intereses geopolíticos en la región para aportar soluciones de seguridad integrales. Durante más de una década, Francia, Estados Unidos, la UE y Rusia han intentado realizar intervenciones militares en el Sahel, tanto bilaterales como conjuntas. Sus objetivos eran reforzar el aparato de seguridad de los distintos Estados, frenar la insurgencia yihadista y hacer frente a los retos de la inmigración ilegal hacia Europa, pero han tenido poco éxito. En 2013, un esfuerzo militar conjunto franco-maliense, denominado Operación Serval, volvió a capturar territorios de grupos militantes islamistas en el norte de Malí, pero muchos fueron recuperados posteriormente por los mismos grupos militantes tras la salida de las fuerzas francesas en agosto de 2022.
En Chad y Níger, Francia estableció la Opération Barkhane, su mayor base en ultramar, con más de 4.500 soldados desplegados en operaciones antiterroristas en la región. En esta iniciativa también participaron Alemania, Estados Unidos y otros países del Sahel, pero Mali es una omisión notable debido a que las relaciones franco-malienses se han agriado, lo que ha llevado a la retirada de las fuerzas francesas de Mali. Otra iniciativa antiterrorista vía satélite, denominada Operación Sabre, tiene su base en Burkina Faso. A pesar de la presencia de estas medidas antiterroristas, los golpes de Estado recurrentes y los problemas de seguridad en la región no se han reducido de forma sostenible.
Ante estos persistentes retos de seguridad, unidos al fracaso de las intervenciones militares, quizá la única solución plausible sea un enfoque coordinado respaldado por el compromiso político de los diez países de la región.
Ya existe un proyecto en forma de Fuerza Conjunta del G5 Sahel (FC-G5S). En ella participan cinco países: Mauritania, Malí, Burkina Faso, Níger y Chad. Los dos aspectos que diluyen su eficacia son la falta de coordinación y la escasa capacidad financiera. Además, como los retos de seguridad abarcan las fronteras de los diez países del Sahel, es imperativo que las partes interesadas amplíen el G5 para incluir a todos los países de la región.
¿Serán capaces estas partes interesadas, incluidos los respectivos gobiernos del Sahel, la Unión Africana (UA), la Comunidad Económica de los Estados de África Occidental (CEDEAO), la ONU, junto con los socios occidentales, de colaborar y aportar los esfuerzos coordinados necesarios para evitar más sufrimiento?